29 may 2011

Legado del exilio asturiano

  • Hijo y nieto del exilio intelectual español, el neurobiólogo premiado concilia en su persona toda una herencia de humanismo y científico
  • Arturo Álvarez-Buylla Roces, flamante Príncipe de Investigación, suma el prestigio de dos sagas nacidas en el Principado y que la guerra civil reunió en México

Legado del exilio asturiano
La familia. Los padres, Ramón y Elena, y los hijos, Arturo,
Elena, 
 Carmen y Blanca, en México siendo niños. :: FOTOS DEL ARCHIVO FAMILIAR
elcomercio.es
El miércoles, cuando el Premio Príncipe de Asturias de Investigación Científica y Técnica se hizo público, la Universidad Nacional de México (UNAM), que también ocupa el palmarés (fue Príncipe de Comunicación en 2009), se convirtió en un foco de felicitaciones, dirigidas todas al asturmexicano de la terna premiada. Toda la comunidad académica parecía alegrarse de la distinción que acababa de recibir Arturo Álvarez-Buylla Roces, uno de los neurobiólogos más reconocidos del mundo y uno de sus alumnos más ilustres (allí se licenció en Investigación Biomédica). Nieto, además, de uno de sus profesores más recordados (Wenceslao Roces) y toda una autoridad en el estudio del cerebro, Arturo Álvarez-Buylla Roces vive ahora en San Francisco. Allí recibió la noticia del Premio Príncipe, que comparte con Joseph Altman y Giacomo Rizzolatti. Sus hijas son estadounidenses, como su vida y hasta un poco su acento, que sigue manteniendo melosidad mexicana. Sin embargo, el recuerdo de su paso por México y el peso de los dos apellidos que exhibe con orgullo (cien por cien asturianos, aunque ligados inequívocamente al exilio intelectual español que acogió aquel país) parecían quererle situar en mitad del DF. Como si nunca hubiera sido reclamado por la Universidad de California y estuviera aún en la ciudad en la que nació obligado por el destino de la guerra española.

La página web de la UNAM era el miércoles una pura celebración, que no sólo acortaba conscientemente las distancias entre San Francisco y México para afianzar la ciudadanía del nuevo Premio Príncipe de Asturias, festejando su categoría científica. También hacía alarde de la sangre que circula por sus venas. Sangre ilustre de ilustre familia, que concilia el humanismo con la ciencia y de la que todo el mundo se acordaba en sus mensajes de felicitación. Y es que pertenece Arturo Álvarez-Buylla Roces a un linaje de grandes que se remonta varias generaciones atrás y se remonta, en su totalidad, a Asturias. El primer Arturo Álvarez-Buylla, su bisabuelo paterno, ya era médico. El mismo nombre llevó con orgullo su abuelo, que no siguió los pasos de la medicina, pero sí los de la historia en la que su nombre brilla especialmente. Militar de aviación, fue uno de los iniciadores e impulsores de la aviación civil en España, pero su recuerdo, con calle propia en Oviedo, se mantiene imborrable por haberse dejado matar antes de traicionar sus principios.

Al producirse el alzamiento militar del ejército de África, el 17 de julio de 1936 , Arturo Álvarez-Buylla ocupaba de forma interina el Alto Comisionado de España en Marruecos. Cuentan que Franco («que le hablaba de tú», según se relata en el libro Ramón Álvarez-Buylla, explorador de infinitos'), le llamó para pedir su colaboración y al no encontrarla, le dio tres meses de gracia para cambiar de opinión. No lo hizo y fue arrestado, sometido a consejo de guerra y fusilado por traición.

Su nieto conoce esa historia, pero no pudo conocerle a él. «Es un periodo trágico del pasado de nuestra familia», dice, apenado por no guardar ni un pequeño recuerdo de alguien con el que su historia ni siquiera se cruzó. Sí conoció a su esposa, la abuela Blanca de Aldama, que huyó a México con sus hijas, tras la muerte de su marido.

El único que no partió a las Américas en aquella ocasión fue el varón de la casa, Ramón Álvarez-Buylla, padre del Premio Príncipe y la primera eminencia científica de la familia, que siendo muy joven fue embarcado, con otros niños huérfanos, rumbo a la antigua Unión Soviética. Allí quiso convertirse en aviador para «vengar» la muerte de su padre y llegó a entrar en la Escuela de pilotos, pero pronto su camino se dirigió hacia la Medicina.

En Moscú se doctoró en Fisiología, disciplina que le dio fama mundial, y allí conoció a Dolores Ibarruri, La Pasionaria, cuya aparición fue fundamental para que la trayectoria de este médico que ya empezaba a despuntar en la URSS acabara en México, donde le esperaban su madre y sus hermanas, a las que estuvo años sin ver. En 1947, por fin, viaja a América como profesor de la Escuela Nacional de Ciencias Biológicas. Sus investigaciones sobre el sistema nervioso ya eran conocidas, convirtiéndole en uno de los primeros en su estudio. Entre otros hallazgos, demuestra «cómo viajan en el cuerpo humano los estímulos nerviosos, de los centros receptores a los órganos vitales».

Cofundador de Departamento de Fisiología del CINVESTAV (Centro de Investigación y Estudios Avanzados del Instituto Politécnico Nacional), jefe de la División de Investigaciones Básicas en el Instituto Nacional de Enfermedades Respiratorias y creador del Centro de Investigaciones Biomédicas de la Universidad de Colima, fue, sin duda, el gran inspirador de su hijo, hoy toda una autoridad mundial en el conocimiento del cerebro.

«Compartía con nosotros todo su entusiasmo y nunca descuidó nuestra educación por su carrera científica. Todo lo contrario», cuenta el investigador asturmexicano, que tuvo un especial recuerdo para su padre nada más saberse ganador del Premio Príncipe. Y en ese ejercicio de memoria, un hecho especialmente notable: «Mi padre daba conferencias por todo el mundo. A alguna de ellas acudió con toda su familia. En una ocasión nos llevó a la Universidad de Oxford donde le habían invitado a impartir una charla. Lo curioso es que, 30 años después, yo me vi ocupando el mismo podio, en la misma sala, también para dar una conferencia».

La relación entre la pasión por la ciencia entre el padre y el hijo es más que evidente. Pero la excelencia de la saga familiar no se cierra en el lado paterno. Ramón Álvarez-Buylla, que murió a los 80 años (1999), dejando un fondo que lleva su nombre destinado a estimular la investigación científica, tuvo en su laboratorio a una fiel colaboradora, que acabaría siendo la madre de sus hijos. Se trata de Elena Roces, la madre de Arturo Álvarez-Buylla, también científica, que hoy sigue en activo en la Universidad de Colima, «donde continúa haciendo investigación puntera».

Hija de Wenceslao Roces, uno de los profesores eméritos de la Universidad Nacional de México, orgullo asturiano en el catálogo de eminencias académicas de la institución, Elena Roces, que curiosamente también había pasado el primer exilio en la extinta URSS, conoció al que fue su marido durante más de medio siglo en 1953. «Era mi maestro de Fisiología», narra en una carta incluida en un libro editado por la Universidad de Colima en homenaje a su marido. En ella explica cómo tiempo después, «siendo ya una investigadora en su laboratorio», empezaron realmente las relaciones entre ambos.

En 1956 se casaron y de aquella unión nacieron cuatro hijos. Todos se han decantado por la ciencia. Arturo es el que más logros ha conseguido, pero su hermana Elena es también investigadora. Se dedica a la Biología Molecular. Carmen es veterinaria y Blanca, doctora en Medicina.

A todas, como al neurobiólogo ahora galardonado les influyó en su niñez el abuelo materno. No ya en cuestiones científicas, que lo suyo era el Derecho, pero sí en pasiones intelectuales. «Recuerdo que yo no era un niño al que le gustara mucho leer y fue el abuelo Wenceslao el que me convenció de lo que podría encontrarme en los libros».

No le suena la voz igual a Arturo Álvarez-Buylla cuando habla de su abuelo paterno que cuando lo hace del que le llega por la línea de su madre. «Era un lujo estar cerca de él. Gracias a eso puede asistir a grandes conversaciones y debates de todo tipo, discusiones políticas, intelectuales y artísticas. No hay que olvidar que, entre sus amigos, estaba, por ejemplo, Luis Buñuel».

Nacido en plena cuenca minera (Soto de Sobrescobio, 1897), el profesor Wenceslao Roces, catedrático de Derecho Romano en la Universidad de Salamanca (antes de su aventura americana), tenía entre sus amistades a Jacinto Benavente y Valle Inclán y también a Luis Jiménez de Asúa, redactor de la Constitución de la II República Española. Con ellos fundó la Asociación de Amigos de la Unión Soviética. También probó las 'mieles' de la cárcel, por pedir una comisión que negociase con los insurrectos. Tras la guerra civil, se exilia en México y allí desarrolla una intensa labor docente y traductora. Entre las múltiples obras que trasladó al español destacan 'El Capital', de Carlos Marx y la 'Fenomenología del Espíritu', de Hegel.

Muerto Franco, vuelve a España. Lo hace con toda la familia. Arturo Álvarez-Buylla lo recuerda ahora como un viaje maravilloso. «Siempre habíamos oído hablar de España, pero no la conocíamos. En casa había libros de Asturias y se nos contaban cosas de la tierra, que por fin pudimos conocer. Fue fantástico», cuenta el investigador premiado, que regresó con todos a la que ya era su tierra de México. Pero el abuelo se quedó. De hecho, se llegó a presentar a las elecciones de 1977 con el PCE y hasta fue elegido senador por Asturias. Pero sólo ejerció su cargo unos meses para volver a América. Allí murió en 1992 y allí se le adora, como a toda la familia. Una gran familia con una gran historia que da carta de naturaleza a uno de los tres investigadores que subieron el miércoles al palmarés de los Príncipe de Asturias.

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